Con la madre de Alex. Cuchichean entre susurros sobre una fatalidad relacionada con unos lazos que en lugar de ser de color azul claro lo son de azul muy oscuro.
Le devuelvo la mirada a mi madre con un «ya voy» a modo de respuesta. Como si no me bastara yo sola para fustigarme por lo que hice.
Tengo la garganta y la boca seca. Apoyo el vaso en la encimera y carraspeo. Cierro los ojos un instante y los abro antes de darme la vuelta. El destino suele ser bastante cruel. O eso, o a nosotros nos han tocado las peores cartas de la baraja.
Dicen que el tiempo lo cura todo, pero, diantre, a veces lo que cuesta. Realmente, lo cura todo. O casi todo. Ese malestar en el cuerpo, ese querer morirme, literalmente, fue desapareciendo. Fue muy paulatino, pero fue desapareciendo. Ella solo asiente con la cabeza y esboza media sonrisa. Coge uno de los lazos y me invita a sentarme con ellas. Me disculpo con la excusa de que tengo que darme una ducha y salgo escopetada de la cocina en busca de aire para respirar.
Comienzo a subir las escaleras de camino a mi dormitorio e insto a mi hermano para que me siga. Claire» —me dice, imitando mi voz. No de una manera demasiado acertada, todo hay que decirlo.
Claire» —repite en el mismo tono. Pues dime lo que tienes en mente para que pueda dibujarlo. Te lo cuento en la playa. Necesito un poco de paz y tranquilidad. Vamos a poder trabajar y todo. Hasta te las puedo contar con la mano: una y dos. A Jaime le entusiasma la idea y nos ponemos a ello. Dibujamos unos bocetos y damos con la idea casi a la primera. Es una de las mayores atracciones del pueblo. Es tan serio. Es este condenado sol, que me aplatana.
Me suda hasta el culo. Y yo he dormido tan mal esta noche que, al poco, me quedo dormida. Totalmente dormida. Creo que el hecho de taparse con la toalla tiene parte de culpa. Manda huevos. Si me meto ahora, me ahogo. Eres un blando. Amo demasiado el agua. Comienzo a nadar a crol sin descanso, disfrutando del contraste entre los rayos de calor del sol y la temperatura del agua. Llego hasta la baliza flotante roja y blanca que limita la zona para nadar, es enorme.
Siempre se me agota el aire antes de llegar. Es muy profundo. Cierro los ojos con fuerza para aliviarme el picor por el agua salada; se me ha olvidado ponerme las gafas de bucear. Me pregunto si trabaja de socorrista en esta playa. El agua salada de la primera ola de la onda expansiva de las motos entra en mi boca como un torrente y va directa a la garganta en el mismo momento en que me pica una medusa.
Vuelvo a tragar agua a la vez que la medusa me pica en la otra pierna. Siempre he pensado que, para que haya un accidente, tienen que alinearse los planetas y darse muchas circunstancias juntas a la vez, y eso es lo que ocurre. Pero no lo consigo. Muevo la mano, desesperada, para apartarla, pero solo consigo que me pique, por tercera vez, en el brazo. Y a no poder respirar. Siento como me arde el pecho y un nuevo picotazo en el cuello antes de que llegue la oscuridad.
Me incorporo de repente con un dolor terrible en el pecho y comienzo a escupir agua sin descanso. Alguien me pone de costado y veo como cae en la arena toda la que he tragado en el mar. Me cuesta respirar y todo me sabe a sal. Es muy desagradable. Dios, me duele todo. Entonces me acuerdo de lo que ha pasado: me ha picado una medusa y casi me ahogo. Me has dado un susto de muerte. Necesito agua. Hay demasiadas personas a mi alrededor, y no consigo distinguir a ninguna. Enfoco la mirada y veo que en efecto se trata de River.
El resto de la marabunta que me rodea es gente desconocida. Si no sabes nadar, te quedas en la puta orilla haciendo castillos de arena con tu amigo. Sin dejar que me explique. Supongo que es lo que tiene haber estado a punto de morir. Un hecho de tal calibre ablanda a cualquiera. La miro y parece sincera, me observa con pena a la vez que acaricia la espalda de River arriba y abajo, como para tranquilizarlo.
No me interesan. No vuelvas a meterte en mi playa, si no vas a hacerlo con responsabilidad. Por eso te ha gritado de esa manera. No se lo tengas en cuenta. Comienza a toquetearlas y me trago los aullidos de dolor. Cuando ha regresado contigo en brazos, casi me da un puto infarto. Suspiro y expulso el aire con intensidad a cada poco. Lo nuestro va de mal en peor. No pienso perderme en el camino.
Te has portado muy bien. Ni una sola queja. No vuelvas a darme un susto como este en tu vida, por Dios. Ni de surfista ni de nada. Miedo me dais». Verano de La pubertad. Le gustaban demasiado. Y el verano de la primera toma de contacto de Priscila con la libertad. Cuando llegaron a la cumbre, a Priscila le sudaba todo; el bigote, el cuello, el canalillo que ya empezaba a asomar por fin , la tripa y hasta los tobillos.
Notaba la minifalda vaquera pegada a sus muslos y la camiseta negra de tirantes era una segunda piel. Priscila estaba acostumbrada a subir pedaleando cada tarde a su casa, que estaba en lo alto de otra cuesta, pero no era tan empinada. Las risas de los amigos del adolescente se escuchaban de fondo.
Con esa actitud no iba a dejarla pasar. Ni con esa ni con ninguna. Es lo que tienen las rutinas, que, cuando cambian, sorprende. Casi se rozaban sus narices. Era la primera vez que se tocaban con algo que no fuera la boca. Perfumes y un gran coche, regalos en tu honor. Era una advertencia. A las nueve en punto de la noche entro en el pub del pueblo —he quedado con Marc y Ali, que celebran hoy una especie de entrega formal de las invitaciones de boda para los amigos—, y lo primero que veo es a ella.
Joder, siempre ella. Tan solo es un hecho. Mi parte cuerda me dice que es normal que me asustara. Mi parte no cuerda no tiene nada que decir. Me encontraba en la orilla, tranquilo, hablando con River, precisamente sobre la fiesta de esta noche de Marc. Los tres lo son: River, Marcos y Hugo. Es esa persona especial que todos merecemos tener en la vida.
Tuve que olvidarlo por demasiados motivos. Pero algo me lo impide. Estaba y estoy cabreado. Claro que es cierto que el mosqueo me viene de lejos. Me la imaginaba cayendo. Tal vez no vaya directo al infierno. Me interno en la oscuridad del local y retiro la mirada de ella. Llego a la barra y me pido una cerveza sin alcohol; no estoy hoy para fiestas y he venido en coche.
Bufo por la forma que tiene de llamarla: Cabana. Parecen gemelas. Las gemelas del fuego eterno y maligno. Y siguen sin verme. Parezco el puto hombre invisible. El chico suelta una carcajada involuntaria. Ah, espera, hay otra. Es pelirroja. Es un dibujo animado. Demasiado alta. Demasiado pelirroja. Demasiadas piernas. Sigue siendo la misma. Ellos dos siguen criticando a la gente y yo estoy por darme media vuelta, pero su siguiente frase me detiene. Estoy dudando entre tirarle una cerveza encima o pincharle las ruedas del coche.
Me quedo a la espera de la respuesta. Puedo sentir hasta yo mismo el aura negra que sale de mi cuerpo. Apoyado en la pared con esa pose de chulo de playa.
Seguro que no. No le pregunto a Priscila por las picaduras. No me interesa. Busco a Marc por el local y, cuando lo localizo, me acerco a saludarlo con una palmada en la espalda. I'll tell you what I've done. I'll tell you what I'll do. Been driving all night, just to get close to you.
Baby, babe I'm moving so fast, you'd better come on. Es una voz de mujer, pero muy ronca, aguda. Dios, si hasta parece buena. Todo a la vez. Queda claro que no es la primera vez que lo hacen.
Sleeping in my car. I will undress you. I will caress you. Staying in the back seat of my car, making up, oh, oh. Vale, la tengo, Sleeping in My Car, de Roxette. Marc y yo seguimos bebiendo en silencio. Le da otro trago a la cerveza antes de responderme. Gracias por salvar a mi hermana.
Es mi trabajo. No creo que nadie hubiera detectado que mi hermana se ahogaba antes de que ocurriera. Por eso te estoy dando las gracias. Sin embargo, hay algo en su tono de voz, en su postura para nada relajada a pesar de estar apoyado en la pared con una cerveza en la mano y en su mirada que me mosquea. Este no es mi Marc. Algo le ocurre. Te noto raro. No te pongas paranoico. Marc me mira y esboza una sonrisa. Una que apenas se intuye. La llamada de Alicia nos interrumpe.
Se ha ido sin contestarme. Son azules. Tan azules como el mar azul. Tan azules que incluso me gustan. Cuando regresa con nosotros, nos comunica que tiene que marcharse a causa de una emergencia en el trabajo.
River era uno de los «pocos Cabana» que quedaban, pero lo he perdido de vista hace unos minutos. Los gritos nos sobresaltan a todos. Es tu forma de vida. Aunque no demasiado bajo, porque River se detiene, se da la vuelta y apunta con el dedo a su hermano.
Entonces explota. A lo grande. Salen del bar entre gritos y portazos. Primero el de una y luego el del otro. Me acerco al coche, confieso que con recelo, pensando que al «gilipollas» se le haya ocurrido acercarse a mis ruedas.
Me ha sorprendido, la verdad. Los ignoro y sigo mi trayectoria, pero algo me hace retroceder. Y no es Priscila. Me acerco a ellos y detengo el coche cuando los alcanzo. Priscila y su amigo se giran sorprendidos.
Meto primera y me preparo para arrancar, pero pasan los segundos y nadie se sube a mi lado. Pasa delante —le indico a Priscila con un movimiento de mano. Priscila baja del coche y vuelve a subirse, esta vez en el asiento del copiloto. Doy un suspiro silencioso y arranco. Dejo la ventana abierta para que se vaya lejos. Casi nueve. Prefiero la muerte. Va directa al reproductor sin dudar y pone el CD. Porque me lleva al pasado.
Me mira con sorpresa. Joder, siempre se lo cree todo. Por fin. Mis sentimientos hacia ti me han mantenido cuerdo, me han dado fuerzas.
Abre la puerta y sale del coche, pero antes de que la cierre, hablo de nuevo. Necesitaba dejarlo claro. Doy la vuelta en la carretera para irme por fin a mi casa, pero como tengo la ventanilla bajada, los escucho hablar mientras entran en la suya.
Mi casa. Alex: dieciocho. Pero muy poco. Por otra parte, Alex necesitaba desconectar. Las broncas en la casa de los St. Al menos, no de momento. Priscila no pudo esconder la sonrisa, a pesar de intentar evitarla. Su vecino lo hizo a su lado. Entre muchas otras. Eran lo mejor del mundo. El destino, o el hecho de vivir uno enfrente del otro y de que Alex la viera llegar a la piscina, quiso que se reencontraran esa misma tarde.
Su hogar. Por el momento. Donde las dan, las toman. Os he visto, enano. En unas ocasiones les gustaba hacer cosas juntos y en otras, no. El asunto es que en el grupo de al lado se encontraba Alex con su pandilla.
Cada uno a lo suyo, y los dos a lo del otro. Una pareja excepcional. Entre el susto —era su primera vez—, el escozor, el picor y el enrojecimiento… no pudo aguantarse.
Le daba igual que estuviera en medio de la playa y que todos la miraran. Priscila ya no se acordaba de la picadura. Aquello era algo nuevo. Y, sobre todo, con sus ojos. Con esos ojos que no le quitaban la vista de encima. Que se enganchaban con los suyos y no se soltaban. No es una buena idea. Hoy toca salvamento.
Hugo ya no vive en casa de mis padres, pero suele venir a desayunar, al menos desde que yo he regresado. Ha pasado una semana desde la fiesta de Marcos y Alicia y creo que no me queda nadie con quien reencontrarme en el pueblo. Lo que me ha llevado a pensar en el pueblo en general, y en cada pueblerino en particular, en la buena bienvenida que me han dado. Ante todo, sois buenos amigos. Mis tres hermanos se miran confidentes. Todos nos giramos hacia la puerta para ver a Jaime entrar en la cocina con los brazos en alto mientras bosteza y nos deja la imagen de su pecho depilado.
Se lo ve descansado, tiene suerte de poder dormir a pierna suelta. Yo llevo varias noches sin dormir demasiado bien. El tema de la medusa se me fue de las manos, lo reconozco. Lo de rubio no da demasiadas pistas. Vaya, uno que se ha levantado con el pie izquierdo. Jaime parpadea cuando se escucha el portazo y se recuesta en la silla.
Hoy no va a llover. Llegamos a la playa y hay bastante gente a pesar del mal tiempo. Me fijo en las torres de los socorristas y en la gente que hay en el agua. Nos metemos en el agua y jugamos durante un rato a saltar olas, que son gigantes, y a empujarnos el uno al otro. Ni nos mira. Es como si no nos conociera. Aunque casi lo prefiero a cuando me dedica una mirada de odio, unos ojos entrecerrados, un levantamiento de cejas o una mueca de asco.
Claire, don calloyotorgo. Alex lo mira solo un instante y enseguida retira la mirada, pero ese instante es suficiente para que Jaime hasta se encoja. El sonido del silbato detiene nuestros juegos. Levanto la cabeza y me cruzo con la mirada abrasadora de Alex.
Me aparto de Jaime y observo el panorama. Todos los curiosos miran hacia el horizonte y se apelotonan tanto alrededor de los dos vigilantes que hasta me tapan la imagen de Alex. Voy por ellos. En este momento, comienza a llover. Muy fuerte. Son demasiados. Apenas se distingue el cielo del mar, es todo una mancha negra y gris.
Siento que Jaime me sigue los pasos, pero no le contesto. No hay tiempo. Me lanzo al agua y nado hacia ellos. El mar siempre te arrastra hacia dentro. Recuerdo cada palabra de Alex del pasado, cada consejo y cada mandato: «El mar siempre gana, Priscila. Si comienzas a sentirte cansada, sal del agua». En Boston voy cada semana a la piscina del gimnasio que queda cerca de mi casa.
Lo hago por demasiados motivos. Se ve salvada. El mar me empuja hacia adentro. Le paso la tabla para que se apoye y descanse. Me cuesta mucho nadar a contracorriente, pero no pierdo los nervios. Esta vez no. Por fin ha llegado la ayuda en forma de dos balsas de rescate y en una de ellas se encuentra Alex. Alex suspira y suelta el aire que estaba conteniendo.
Retiro la mirada y me concentro en la orilla. Mi amigo se acerca a mi lado y me abraza con fuerza. Enseguida siento el calor de la prenda, a pesar de que pronto comienza a mojarse a causa de la lluvia. Todas vuestras —les comunica de manera hosca a los dos agentes que acaban de llegar. Me has dejado alucinado. Lo bueno y lo malo. Esto forma parte de lo bueno; algo debimos de hacer bien. Gracias, Alex. Creo que va a haber bronca. Es su cara de bronca. Reconozco que eso no me lo esperaba. No te conozco.
Nunca lo he hecho. Cierro los ojos por la ofensa de sus palabras, porque no las entiendo y porque no son ciertas. No, mentirosa nunca he sido. Puede tildarme de mil cosas diferentes, pero no de mentirosa. Ya no. Pues me voy a casa.
Voy a llamar a mi familia para que bajen a buscarme. Estoy agotada. Y empapada. Las gotas de lluvia las siento en la boca y me las imagino rodando por mi rostro, al igual que hacen en los de Alex y Jaime.
Lo miro con cara de «oh, no, otra vez no me la vas a colar, St. Claire», con levantamiento de cejas incluido. Me trae olores y me trae sabores. Porque las sonrisas huelen. Y las sonrisas saben. Toda mi vida ha cogido color.
Lo hizo aquella tarde de finales de septiembre. Es como si se hubiera congelado el universo, como si aquel volviera a ser mi Alex. Cierro los ojos y recuerdo su sabor, su tacto y su olor. Es bonita. Un domingo diferente. Aquello era, cuando menos, extravagante, extraordinario.
Y aquella sonrisa… era una promesa. Se sentaron cerca del fuego, uno enfrente del otro, y se miraron con intensidad. Hay padres que deciden porque pueden o a pesar de que no puedan dedicarse a sus hijos; y hay otros padres que deciden dedicarse a su trabajo.
Pedalearon juntos durante toda la bajada de baldosas verdes hacia el pueblo; esa era la parte sencilla de andar en bicicleta por la zona: descender por las cuestas. El viento les azotaba los rostros y los pulmones se les llenaban del aire estival, del olor a verano. Una vez llegaron al centro de la localidad y se desviaron por una de las carreteras que daban salida al pueblo, Alex se detuvo para asegurarse de que Priscila estaba bien.
Y en verdad no lo estaba. Creo que aguanto —le dijo entre carcajadas. Y que nos has detenido para poder respirar. Lo que quiero decir es que es un nombre demasiado oficial. Me gusta Reina del Desierto. Me pierdo con tanto hermano. Esa vez, sin besarse. Patinaron durante horas; tantas que incluso se olvidaron de comer. Incluso tuvo el valor de coger la mano a Priscila mientras paseaban por el muelle.
Sobre todo, a ellos. Puestas de sol sentados, uno al lado del otro, con el brazo de Alex rodeando a su vecina y que dieron a Priscila el color de ese verano: el amarillo. Un verano en que Alex fue feliz.
Por primera vez en la vida, fue totalmente feliz. Aunque estar con Priscila se estaba acercando de manera peligrosa a ese mismo nivel. Y en solo una noche…. Mi mantra tiene que seguir siendo el mismo: regresar a Boston y continuar con mi vida casi casi plena y feliz.
Quiero seguir viendo mi vida en blanco y negro, verla en color es demasiado peligroso. Sin salir de mi casa. Necesitaba desintoxicarme. Ya lo conoces. Contad conmigo. O puede que sean cinco. Llegamos a la playa en veinticinco minutos. Es un amor. Me lleva un tiempo darme cuenta de que no hay luz. Me ocurre siempre, cuando hay un corte no caigo enseguida. Ya son pasadas las ocho.
Miro las suculentas en el patio y pienso que el sol pleno las va a calcinar, corro de lugar todas las macetas a la sombra, hay 37 grados. Uno igual trata de consolarse, sabe bien que en este mundo hay dramas peores.
Encima este dolor de garganta. Mis vecinos del pasillo empiezan a huir a destinos con aire acondicionado. Comemos a oscuras, sin hablar. Los recuerdos siguen retumbando como pasos de elefante. Me meto en la ducha cada dos horas. Hago contorsiones abajo del chorro, como si tuviera hormigas, y cuando el agua se calienta salgo y me tiro en la cama con la ventana abierta.
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